La verdad es que me ahogo sin pena,
por lo menos he resistido al engaño:
no participé de la fiesta suave, ni del aire cómplice,
ni de la noche a medias.
Muerdo todavía y aunque poco se puede ya,
mi sonrisa guarda un amor que asustaría a dios.

Susana Thénon (Fragmento de Poema)

martes, 23 de noviembre de 2010

Pequeñeses.


Juan
Te llevo un ramito de jazmines para que los pongas rápidamente en agua, adentro de ese vaso de vidrio resistente y coloreado, herencia de la vajilla de uso diario de tu abuela. Veo como metés la nariz en el perfume -obstinado en trasladarte hacia la casa de tu infancia-, mientras caminás hasta el aparador color suela que adorás como si fuera la santa protectora de la cocina y que compraste como baratija en una casa de antigüedades. Te imagino intentando
desatar con las manos temblorosas y ansiosas la delgada y apretada cinta que envuelve los tallos. Ya estoy viendo cómo te consume la tarea y terminás diciéndome con esa mueca tan definitoria y definitiva en la boca, mezcla de ingenuidad y de picardía:
-          ¿Me lo desatás Juan?
Y yo, que te llevo el ramito, sabiendo ya el ritual de memoria, me agito sintiendo que sujeto tus manos como se alza un pájaro enfermo, las sostengo mientras te miro a los ojos y te chanto un beso sonoro en la boca carnosa y húmeda. Te obligo a que sonrías y me devuelvas el ramito, busco un cuchillo del cajón de tu adorado aparador y sacrifico con un corte magistral la cinta azul, desparramando sobre la mesa los cuatro o cinco jazmines que compré a la salida del supermercado. Con esas manos de paloma temblorosa (mi Paloma) juntás el aroma, lo reagrupás y lo condenás a vivir del agua salida de la canilla de la cocina durante una semana. Ponés el vaso y el perfume sobre el aparador y haciendo del ritual una sorpresa cotidiana, me decís con un guiño:
-          ¿Cómo sabías que son mis preferidos?


Paloma
En el momento en que la carne se me estremece siento traspasar toda yo entera desarticulada la ventana cerrada de mi cuarto, doliéndome las astillas clavadas en el cuerpo, hacia la luz que enceguece esa piel mía -demasiado permeable- que es el alma. Me llegó la libertad y la cárcel con tu mano. Llamaste a mis ojos insistiéndome al regreso, casi como preludio a la única migaja de felicidad nunca posible, nunca completa, nunca perfecta, porque en el mismo momento en el que explota desarma esa estúpida pretensión humana. Regresé satisfecha, relajada, a tus ojos que corrían a la par de mis espasmos.  Supe que te amaba.
Y no era el sexo. Y era el sexo. Y sabía, como ahora, de la gratuidad de las cosas, de ese instante hecho sólo por nuestros deseos. Creamos sin saberlo.

No hay comentarios: